HEIDY SERRANO LÓPEZ: SER MUJER Y MADRE TIENE SUS RECOMPENSAS

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Cuando era niña mi mundo era dominado por lo femenino. Mi madre y mis dos hermanas dieron forma a mis ideas y mi padre las sostuvo y creyó en ellas. Nada fue difícil por aquellos años, ni siquiera se me hubiera ocurrido pensar que ser mujer podría representar alguna desventaja.

Pude descubrir que ser mujer podría ser peligroso o desventajoso hasta que ingresé a la universidad y emigré de mi casa, de mi pueblo y de la protección de mi familia.

Supe entonces que viajar en los autobuses saturados de pasajeros era riesgoso para una mujer, que hablar con extraños en la calle me exponía, que la noche atraía el peligro, que no todas las vacantes en los trabajos eran decentes y que debía esforzarme lo doble en el salón de clases para estar a la altura de los mejores, que eran hombres, por cierto.

Llegó entonces el mundo del trabajo formal y con él el primer golpe bajo: una empresa se negaba a contratarme por ser mujer, porque rendíamos menos, porque éramos más susceptibles ante el peligro y porque éramos conflictivas. Ahí supe que ser mujer y ser profesionista es una combinación que no a todo el mundo le encanta, mucho menos al mundo masculino, pareciera que nos prefieren sin títulos y sin posibilidades.

Entré a trabajar en una universidad que era dirigida por una mujer quien seguramente sí le otorgaría crédito a mi currículum y experiencia: en la primera cita me pidió que me oscureciera el pelo, el color rojo no reflejaba formalidad, por el contrario, los alumnos podrían confundirse en su trato conmigo. Ante sus ojos, una mujer de 23 años con pelo color rojo era incapaz de infundir respeto en sus alumnos o quizá podrían verse “¿seducidos?”.

Entendí que los hombres no eran el problema, el problema era que todos los individuos tenían conceptos similares, -un pensamiento colectivo, por así decirlo-, sobre cómo deben ser vistas y tratadas otras mujeres. No estaba tan de moda el término discriminación, pero creo que fui víctima de ello.

En adelante obtuve un par de empleos nobles, y mucho más tarde llegó el turno de ser esposa y madre, esto terminaría de germinar a una persona con una progresiva pérdida de identidad, en algún punto no sabía si era madre, esposa, maestra, empleada doméstica, enfermera, curandera, plomera, nana, payaso y hasta holograma, porque de pronto como mujer no existía.

Existía la persona que resolvía todos los problemas e inconvenientes, la persona que contribuía a la economía familiar y la que permanecía día y noche alerta al mismo tiempo que se iba desvaneciendo ella misma, comencé siendo el último lugar en todo (en comer, en bañarme, en acostarme, en comprarme algo, en arreglarme, en descansar, en ver la televisión, en ir al médico) y si lo hubiera permitido, hubiera terminado siendo invisible.

En este rol, no hay título académico que valga. Yo le llamaría periodo de supervivencia anulada de reconocimiento social, porque es algo que “naturalmente” las mujeres podemos hacer y estamos destinadas a hacerlo. Dentro del matrimonio experimentamos una doble explotación, la primera la otorga el género y la segunda la maternidad: la idea infantil y romántica de ser mujer, aquella con la que crecí, se había visto modificada.

Sin embargo, las mujeres somos seres de transformación y las circunstancias nos favorecen. Así como existe el acosador, también existe aquel sujeto quien sin conocerte te regala una sonrisa, te da el paso en el auto, te auxilia cuando se poncha una llanta, te cede el asiento, te facilita la entrada a algún sitio, te ofrece un vaso de agua, te trata con amabilidad y eso, aunque debería ser para todos, lo recibe más el género femenino.

Ser mujer es un proceso del que se obtienen recompensas satisfactorias, una de ellas es la capacidad de redescubrirnos a nosotras mismas, conocer nuevas habilidades y potencialidades, trazar nuevas rutas y tratar de alcanzarlas con los compromisos a cuestas: casada y con hijos me titulé de la maestría, continué en la docencia, incursioné en la política, gané reconocimiento social por mis méritos profesionales y crecieron las oportunidades de publicar mis ideas.

Hoy me considero una mujer segura y con proyectos que no tratan de competir con el mundo masculino, jamás quise ser o parecer un hombre, no deseo ser más grande que ellos, más libre que ellos, mejor que ellos o más fuerte que ellos -salvo cuando quiero usar el taladro.

Reconozco nuestras diferencias y me alegro de vivir justo en el tiempo y en el lugar donde las mujeres votamos y participamos en la vida política del nuestro país, donde tenemos permitido pretender puestos directivos, donde podemos elegir a nuestra pareja o separarnos de ella, donde decidimos ser o no madres; me alegro de vivir en un mundo donde usar un tatuaje no te convierte en criminal y donde a pesar de las adversidades que implica ser mujer, hay espacio para todos.

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