Sobre el trastorno de la personalidad del servidor público en México

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Por: Fernando Ávila Báez

Como siempre y como en todo, el amplio segmento poblacional que conforman los servidores públicos en México tiene sus bloques de composición.

Básicamente hay tres grandes grupos de burócratas: los de menor rango, los de medio nivel y los de la alta jerarquía.

La tanda, la mordida y la cuchara grande.

Los de salarios más bajos suelen acumular con el tiempo frustraciones que se desahogan en la casa o, cuando mucho, en el barrio, en la comunidad. Son los que ganan menos y los que trabajan más.

Los de sueldos medios desarrollan habilidades histriónicas para comportarse como personas con poder a su conveniencia y juegos malabares para llegar con algo de dinero de la quincena al fin del mes.

Los que más ganan como funcionarios públicos muy a menudo son los mismos que trabajan menos, alardean más y aplican para sus satisfacciones personales las delicias del poder, en especial si los cargos son transitorios.

Los que resultan ser verdaderas joyas en la transformación de su personalidad son los empleados y los funcionarios de los gobiernos municipales.

Son quienes tienen más cosas escondidas en la parte oscura de su vida pública y son los que más frecuentemente caen en el autoengaño.

Son presas fáciles de las tres típicas tentaciones: poder, dinero y placer. Hay que verlos en su evolución aspiracional moverse entre los laberintos del “no sabes con quien te metes”.

Entre ellos también hay niveles.

Los de hasta abajo viven en la gratitud de quien les consiguió la chamba y en la esperanza diaria de no perder el trabajo o, en el límite superior, poder jubilarse gracias al sindicato.  

Los de en medio viven creídos que los cambios de vida experimentados durante la gestión administrativa son de verdad y son duraderos. Oh, decepción, abrirán los ojos unos meses después de que se les ha terminado la beca en el gobierno.

Los de hasta mero arriba saben a lo que van y saben que la ocasión no se va a repetir (y si se repite, qué bueno): hacen sus cuentas, balancean su vida entre el debe y el haber, y desde el día primero de la administración -la mayoría de ellos con cierta discreción- proceden a recuperar lo invertido en las campañas políticas.

En la recuperación de ganancias, para lo que el gobierno ofrece muchas opciones de auto pago y auto premio con auténticos ingenieros del fraude con amplia experiencia en ese servicio, descubren que pueden sacar “un poco más” de lo que invirtieron” y pasan al siguiente nivel de acopio del dinero, casi siempre en efectivo.

Total, que tanto es tantito.

Otros pierden el foco y, en vez del dinero, se entregan al placer, en la vernaculísima versión de todasmías inclusive las bailarinas a las que sacan de trabajar, pensando en que ellas se enamoran de ellas, sin saber que en realidad se enamoran del cargo, no de la persona que lo ostenta.

Unos más se quedan en el canto de sirenas del poder y aplican decisiones sobre los intereses de otros, disfrutando el fuero o las atribuciones (en especial las no escritas) para chingar al prójimo. Y mientras más chingan, más felices son.

Todos ellos, ciegos ante “la realidad real” viven en una ficción que suele ser dolorosa cuando se rompe: creen que como es hoy también será mañana.

He visto cientos de tímidos comenzar su paso en el servicio público con miedo e irse convirtiendo en auténticos monstruos de pesadilla y les he visto arrastrarse después en la soledad y en el desprecio de la gente.

Amados inquilinos, poned vuestras nobles barbas a remojar.  

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